Entre Apus y Elohim: Una comparación entre la religiosidad del Tahuantinsuyo y la fe israelita premonárquica

Cuando los conquistadores españoles llegaron al Tahuantinsuyo en el siglo XVI, no solo encontraron un imperio bien organizado y vasto, sino también una cosmovisión profundamente religiosa, simbólica y estructurada. La evangelización cristiana, con raíces judeocristianas y filosóficas grecolatinas, se encontró frente a una fe que, aunque distinta en sus formas, mostraba sorprendentes paralelismos con las creencias de los antiguos israelitas antes de la monarquía. En este artículo, proponemos un análisis comparativo que ilumina estas similitudes y ayuda a comprender por qué la evangelización fue tan compleja, abriendo paso al sincretismo religioso.


1. Teofanías de piedra: Apachetas y los cúmulos de piedras bíblicos

En los caminos andinos, las apachetas —pequeños montículos de piedra construidos en cruces de caminos o cumbres— eran lugares de ofrenda, oración y memoria de lo sagrado. Esta práctica recuerda a los masseboth o cúmulos de piedra del Antiguo Testamento, que los patriarcas alzaban tras una manifestación divina (teofanía). Génesis 28,18 muestra a Jacob levantando una piedra tras su sueño con la escalera celestial: un acto de memoria y sacralización del lugar.

Ambas culturas usaban la piedra como testimonio físico de la irrupción divina. Esta religiosidad de lo tangible dificultó la comprensión de un Dios cristiano invisible, trascendente y sin representación material, propio de una teología metafísica y de tradición platónica.

2. Apus y Elohim: Espíritus tutelares y divinidades del monte

Los apus, espíritus tutelares de las montañas, eran considerados dioses protectores y guardianes del territorio en la cosmovisión andina. Esta percepción resuena con la tradición israelita que consideraba los montes como moradas de Dios o lugares de su revelación. El Sinaí, donde Dios se manifestó a Moisés (Éxodo 19), es un ejemplo paradigmático. Incluso, algunos salmos presentan a las montañas como testigos de la majestad divina (cf. Salmo 121,1).

Ambas culturas ven el monte como umbral entre lo humano y lo divino, aunque en el mundo andino los apus conservaban individualidad y pluralidad. La idea cristiana de un Dios único que trasciende la geografía concreta fue difícil de asimilar en un marco politeísta o henoteísta fuertemente vinculado al territorio.

3. Ukupacha y Refaim: El inframundo en ambas cosmovisiones

El ukupacha andino, el mundo de abajo, estaba habitado por seres antiguos, ancestrales o caóticos. Esta noción guarda paralelismos con el concepto semita de Sheol o los Refaim —espíritus de los muertos o seres del inframundo cananeo— (cf. Isaías 14,9; Proverbios 9,18). En ambos casos, el inframundo era más que una tumba: era un dominio espiritual con reglas, moradores y cierta conciencia.

Estos elementos chocaron con el cristianismo escolástico, que sostenía un más allá moralizado (cielo, infierno, purgatorio) y un juicio individual. La fe andina, más cíclica y comunitaria, no se alineaba fácilmente con una soteriología basada en mérito individual y redención universal.

4. Deidades ambivalentes: entre los Apus y Moloc

Una característica común entre las religiones precolombinas y la religiosidad cananea preexílica es la ambivalencia moral de sus deidades. Los dioses del Tahuantinsuyo no eran malos en sí mismos según una lógica cristiana, sino entidades poderosas cuya actitud hacia los humanos dependía del grado de reverencia, obediencia o sacrificio que se les ofreciera. Esto incluía, en ocasiones, el sacrificio de vidas humanas para obtener protección o fertilidad, práctica registrada en varias culturas andinas.

De manera análoga, los israelitas antiguos, en momentos de crisis, cayeron en prácticas idolátricas semejantes al culto a Moloc, divinidad cananea a la cual se ofrecían sacrificios de niños (cf. Jeremías 7,31; 2 Reyes 23,10). Este tipo de culto, denunciado vehementemente por los profetas, revela una lógica transaccional: la divinidad respondía según la magnitud de la ofrenda.

Esta concepción de un dios manipulable a través del rito contrastaba radicalmente con el Dios de la Biblia, que exige justicia antes que sacrificios (cf. Oseas 6,6) y cuya alianza con Israel es ética, no mágica. El desfase entre estos marcos teológicos complicó la transmisión del mensaje cristiano.

5. Gentiles y Nefilim: Humanidades anteriores y seres híbridos

Los relatos orales andinos hablaban de gentiles —seres de una humanidad anterior a la actual—, destruidos por el Sol por su desobediencia o desorden. Estos mitos se asemejan a los Nefilim bíblicos (Génesis 6,1-4), fruto de la unión entre “hijos de Dios” y “hijas de los hombres”, que habitaron la tierra antes del diluvio y fueron destruidos por su violencia.

Ambos relatos expresan la memoria mítica de una civilización primigenia, poderosa, pero caída, que sirve de advertencia y de explicación para el presente. Este arquetipo mitológico dificulta la aceptación de una historia lineal de salvación, propia de la teología cristiana, que parte de un acto creador único y termina en una consumación escatológica.

6. Filosofía versus cosmovisión: el desfase metafísico

El cristianismo que llegó a América no era solo el Evangelio, sino su elaboración doctrinal por siglos de reflexión filosófica. Un Dios que es actus purus, una Trinidad inmaterial, un Logos encarnado: estas ideas eran ajenas a la experiencia religiosa andina, que pensaba desde la reciprocidad (ayni), la complementariedad (yanantin) y el equilibrio con la naturaleza.

Mientras la fe hebrea premonárquica y la andina compartían un horizonte mítico y concreto, el cristianismo medieval ofrecía una fe más abstracta y universalista, lo que generó resistencia, confusión y reinterpretaciones locales.

7. El sincretismo como resultado inevitable

Debido a estos puntos de contacto pero también de contraste, la evangelización derivó muchas veces en sincretismo. Las vírgenes se identificaron con mamapachas, los santos ocuparon lugares de antiguos apus, y las fiestas cristianas se sincronizaron con el calendario agrícola andino. Así, el cristianismo fue aceptado no tanto como ruptura, sino como transformación de símbolos previos.

Conclusión

La fe del Tahuantinsuyo y la religión israelita premonárquica compartieron estructuras simbólicas: montes sagrados, piedras conmemorativas, seres del inframundo y relatos de humanidades antiguas. Pero el cristianismo del siglo XVI trajo una fe teológicamente más elaborada, con exigencias ontológicas y metafísicas que desbordaban las categorías locales. De ahí que la evangelización haya tenido que pasar —y aún pase— por la ruta del diálogo, la traducción simbólica y el discernimiento cultural.

Solo así, entre apus y el Dios de Abraham, puede tejerse una fe que no reniegue de sus raíces ni se cierre al Misterio revelado.

Saludos

Luis Breña

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