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“Ese texto es tardío, por tanto no lo dijo Jesús”,
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“Eso fue una interpolación, así que no tiene la misma autoridad”,
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“Lo que importa es el Jesús histórico, no lo que dicen los evangelios redactados después”,
revelan la presencia subyacente de criterios hermenéuticos ajenos a la tradición de lectura eclesial de la Biblia. Dichos criterios, sin que muchos lo adviertan, beben de una matriz epistemológica protestante que ha disociado la autoridad del texto bíblico de su recepción eclesial y litúrgica, para fundarla casi exclusivamente en su historicidad empírica o en su fidelidad a un supuesto “núcleo original”.
El problema del criterio de autenticidad histórica
En la tradición católica, el criterio último para reconocer un texto como normativo no radica en su autoría humana directa, ni en su antigüedad, ni siquiera en su correspondencia con las ipsissima verba Iesu. El Concilio Vaticano II lo expresa con claridad en Dei Verbum 12 y 20, al señalar que la Escritura ha sido escrita por autores humanos inspirados, pero es reconocida como Palabra de Dios en la medida en que ha sido acogida, interpretada y proclamada por la Iglesia bajo la guía del Espíritu Santo.
Esto significa que la autoridad de un pasaje bíblico no se deriva esencialmente de su origen histórico, sino de su inserción vital en la Tradición viva de la Iglesia. Lo que otorga a un texto su carácter normativo es su recepción eclesial como inspirado y útil “para enseñar, reprender, corregir y formar en la justicia” (2 Tim 3,16).
Por ello, relativizar un pasaje por considerarlo “tardío” o “interpolado” constituye, aunque de forma implícita, una adopción acrítica del paradigma protestante de sola Scriptura, en el cual la Escritura se erige como fuente única de autoridad, independiente de la Tradición eclesial.
Dos caminos dentro del paradigma protestante
Este modelo ha generado, en las tradiciones evangélicas y protestantes, dos respuestas ante los hallazgos de la crítica textual moderna:
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Negación o minimización de las discrepancias: En este camino, se intenta preservar la coherencia y suficiencia de la Escritura negando o relativizando la existencia de interpolaciones, variantes textuales o desarrollos editoriales. Se sostiene que la Biblia es verbalmente inerrante en todas sus partes, lo cual entra en tensión con los descubrimientos filológicos y paleográficos.
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Aceptación crítica con pérdida de normatividad: En este enfoque, se admite la evolución del texto bíblico, pero como consecuencia, se debilita su valor vinculante. La Escritura se transforma en un conjunto de testimonios históricos situados, cuya autoridad depende más del juicio crítico del lector que de una recepción comunitaria y litúrgica.
Ambas posturas surgen del intento de sostener una normatividad de la Escritura desligada de la Tradición y del discernimiento eclesial. Pero en el horizonte católico, la normatividad del texto se funda en la acción conjunta del Espíritu Santo que inspira, transmite y garantiza la recepción fiel del mensaje salvífico en la comunidad creyente.
Canon eclesial y no arqueológico
La Iglesia católica no canonizó únicamente lo que Jesús pronunció literalmente, sino todo aquello que, transmitido en la Tradición apostólica y vivido en la praxis litúrgica y pastoral del Pueblo de Dios, fue discernido como Palabra de Dios. Así lo afirma Dei Verbum 8-10, al enseñar que Escritura, Tradición y Magisterio forman una tríada inseparable en la transmisión de la Revelación.
Desde esta comprensión, es posible asumir sin conflicto que ciertos pasajes, como el final largo del Evangelio de Marcos (Mc 16,9-20) o el relato de la mujer adúltera en Juan 7,53–8,11, hayan sido añadidos en una etapa posterior. Lo decisivo es que han sido acogidos por la Iglesia como parte integrante del canon, proclamados en la liturgia y reconocidos como palabra viva para la comunidad.
Cristo Pascual y no solo Jesús histórico
Finalmente, la fe católica no se estructura sobre la figura del “Jesús histórico” reconstruido por la exégesis crítica, sino sobre el Cristo pascual proclamado por la Iglesia. Es este Cristo resucitado el que ilumina retrospectivamente las Escrituras, confiriéndoles su unidad y sentido profundo (cf. Lc 24,27). La Escritura, leída en la Iglesia y con la Iglesia, es norma viva de la fe porque en ella resuena la voz del Esposo, no como eco de un pasado perdido, sino como Palabra viva que interpela el presente.
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